Nada se percibe que permita alimentar algún optimismo en los tiempos que corren, en el ámbito global desde luego, pero también y más acusadamente en el interno español. La respuesta de los gobiernos a la crisis económica y financiera ofrece crecientes dudas a medida que pasan los días y vemos cómo, más que en una nueva «refundación del capitalismo», al modo de la que permitió salir del hondo y oscuro pozo de la Gran Depresión de 1929, parece que estamos en una turbia operación de salvamento de los grandes intereses de las propias clases políticas dirigentes. En los Estados Unidos, es decir, en la nación que, desde Reagan, se tenía teóricamente por bastión del liberalismo, un presidente republicano se ha abrazado al más rancio intervencionismo estatal, no para superar la crisis, sino para ocultar sus raíces y posponer sus consecuencias. Con toda evidencia, Bush no es Reagan, como ya sabíamos desde la guerra de Irak que Bush no era Eisenhower. La fiabilidad personal, que era el gran activo lo mismo de aquel general profundamente demócrata que venció al nazismo, que de aquel actor enamorado de todas las libertades que venció al comunismo, es algo de lo que carece por completo el presidente Bush.
Quizá por ello sea ahora cuando un raro neokeynesianismo parece haberse adueñado de quienes, por otra parte, no eran realmente liberales, sino neoconservadores, que sea nuevamente necesario afirmar, sin rodeos, que cuanto menos pesa el Estado sobre la economía, ésta se comporta con más eficacia. Tal fue, de alguna manera, la poderosa intuición que tuvo Margaret Thatcher y que transformó en doctrina política y consiguió trasmitir a los británicos.
Se trataba de un liberalismo «al servicio de la gente», que devolvió a los británicos de las clases populares una verdadera capacidad de elección allí donde el Estado y sus funcionarios se habían atribuido la autoridad de elegir por ellos. Para ello fueron precisas las privatizaciones, la supresión de los monopolios, la desregulación, la vuelta a la competencia. Al liberar los mercados, Thatcher devolvió la palabra a la gente. La idea de que el Estado era el motor del progreso económico quedó desacreditada. Como afirmó Guy Sorman en su libro La solución liberal, la actitud liberal consiste en dejar que la sociedad funcione naturalmente y aportar una ayuda directa a los que realmente la necesitan.
Contra el dogma, la realidad.
Las mejores etapas de prosperidad son las que se construyeron sobre las reglas del mercado libre, esto es, sobre la libertad política y el liberalismo económico. No sólo el mapa del mundo desarrollado, sino también el mapa del mundo libre, es la geografía del mercado. De igual manera que el mapa de la corrupción y la decadencia es la geografía de la exaltación del Estado.
Mientras los neokeynesianos defienden la tutela pretendidamente científica por la mano visible del Estado, si se mira honestamente alrededor, incluso en un tiempo tan límite de dificultades como el que atravesamos, se verá todo lo contrario. Se verá el éxito de la mano invisible del mercado, de la que depende que cada país y cada persona tengamos las oportunidades de elegir y prosperar.
Repárense los graves agujeros de la crisis financiera, sin duda, pero no vendrá de ahí la salida del pozo de la crisis, sino de que haya coraje para aplicar soluciones antagónicas con el afán invasor del Estado. Sería oportuno, por ejemplo, actuar sobre la fiscalidad y hacerlo sin anacrónicos prejuicios. Una reducción de los tipos marginales más elevados puede aumentar, por ejemplo, la capacidad contributiva de los ricos, al reducir sus incentivos al fraude y la evasión fiscal. Para sufrimiento de los neokeynesianos la reducción de los tipos impositivos altos es progresiva porque incrementa la contribución productiva de los sectores de rentas más elevadas. A condición de que vaya acompañada de una auténtica disminución de los compromisos del Estado durante dos o tres, restaura la confianza en la economía. Como subrayaba Henri Lepage, «la suavización de la presión fiscal incita a volver a invertir y a inyectar capitales en la economía, lo que proporciona un nuevo impulso a la actividad».
Por eso es tan importante el papel del empresariado en un orden económico libre. Cierto que el empresario es responsable de su empresa, y no es poco, pero también es el más afectado por los errores de la política económica y el más beneficiado por sus aciertos. Por eso el empresario debe ser vigilante de que el Estado se atenga, en el orden económico, a lo que debe, esto es, a velar por la libre competencia y por la libertad de los empresarios. Lo cierto es que mantiene toda su vigencia la rotunda afirmación de Ludwig Erhard, el gran reconstructor de Alemania: «No existe un mercado libre al margen de una sociedad libre. No existe ningún ordenamiento económico orientado a la convivencia pacífica entre los pueblos fuera de la economía de mercado».
Carlos E. Rodríguez
Publicado en “DIARIO DE AVISOS” el 19 de Octubre de 2008