
En la sociedad actual quizá compartamos de forma unánime la percepción de atravesar tiempos difíciles. Pero reposando pulsiones y sobresaltos conviene reflexionar que siempre fue así, incluso en épocas de templanza económica y brillante progreso. Así era la Europa de 1914 que disfrutaba de una época aparente de bienestar, progreso cultural, desarrollo técnico-industrial y social dominando política y militarmente la mayor parte del mundo y… estaba orgullosa de ello. No obstante, se produjo la catástrofe de la Gran Guerra, que resulto sólo la primera, con millones de muertos y heridos, inolvidables horrores y que cambió la estructura política de Europa.
Solo veinte años después explosionaría la segunda guerra, esta verdaderamente mundial, con devastaciones, matanzas y espantos inimaginables hasta entonces. Algunos factores causales se identifican en las dos contiendas: la codicia que es por naturaleza excluyente, el orgullo, la impericia impaciente y prepotente, y con carácter decisivo, los supremacismos nacionalistas y la xenofobia.
Naturalmente no es difícil reconocer en las circunstancias presentes familiaridades en las situaciones precedentes, pero si hay factores propios específicos diferenciales: la banalización de los valores, la desnaturalización y el vaciamiento de las instituciones, y la manipulación de la verdad, y de la mentira. Una crisis de deconstrucción directamente derivada de los efectos perversos de la globalización y del creciente asentamiento de la post-verdad, que hoy, junto al nacionalismo, constituyen la triple amenaza a la Unión Europea y también, por supuesto, a España.
Con todo, la Unión Europea es uno de las más exitosos monumentos políticos que en respuesta a los padecimientos inhumanos sufridos por los europeos se ha erigido para preservar la paz, cultivar la tolerancia y edificar la justicia en este viejo, esforzado y sufrido continente. La Unión Europea (en sus variantes para el logro de la paz universal, cuando el mundo era Europa) ha sido soñada por pensadores políticos y filósofos (alemanes, polacos, italianos, ingleses, franceses…) y, en particular, por los regeneracionistas españoles y su trabazón jurídica-política así como cultural y económica es una de las cuadernas maestras que soportan el valor de nuestra vida civilizada.
El «América First» de Trump está suscitando la emergencia de un nuevo orden mundial en el que la entidad europea sea de menor influencia, lo que no impide que la Unión siga siendo el más luminoso y resplandeciente objeto de deseo del mejor mundo presente por parte de millones de seres humanos.
De puertas adentro debemos valorar la significación de nuestra pertenencia como estado miembro. España padece, quizás constitutivamente, un dinamismo centrífugo secular en territorios concretos y por varias razones privilegiados respecto del conjunto español. Esta centrifugacidad fue objeto de especial atención en la Constitución del 78, hasta el punto de denominar Estado autonómico a la articulación territorial y política de España. Pero, a pesar de la buena voluntad de los constituyentes, el estado de desafección de una parte significativa de la población en esos territorios, ahora en particular Cataluña, se mantiene como una cuestión esencial sin resolver.
Errores y conveniencias de los partidos nacionales y la sostenida deslealtad de los separatistas catalanes han contribuido a la persistencia con mayor agobio de lo que ha experimentado una evolución desde el particularismo, al nacionalismo y hoy a un radical separatismo. Esos territorios disponen, y en concreto Cataluña, del mayor stock de recursos de la sociedad española. Sede de grandes empresas, potentes emisoras mediáticas, amplísimas competencias político-administrativas, buenas universidades, lengua y cultura propia (con obstrucción al castellano) y hasta “embajadas”…
Conmueve, por dispar, el contraste entre la manifestación habida en Madrid hace poco en la que los extremeños de todo color y condición reclamaban simplemente un ferrocarril digno para la región, al tiempo que el Rey y el Presidente del Gobierno se afanaban por conseguir para Barcelona la sede de la Agencia del Medicamento, entidad de vanguardista modernidad para la salud europea. Utilizo siempre el término separatismo ya que la independencia supone la aspiración y la liberación de un poder colonial extranjero y, desde luego, no es el caso.
Al fenómeno separatista —que es una suerte de tribalismo— se adicionan corrientes populistas antisistema que arrastran el pedregal anarco-comunista y fascista del diecinueve tardío y del siglo veinte. Son corrientes de las que no se conoce, hasta ahora, ninguna proposición de carácter racional para la mejor calidad del sistema democrático y la cohesión social en la vida política.
De modo que España —y otros países europeos— se encuentran en el cruce de esas tensiones territoriales al tiempo que antisistema que ponen en riesgo la existencia misma de la Unión. En el caso catalán, ¿podemos desconocer que el problema hubiera sido mayor para la unidad de España sin la textura de nuestra pertenencia institucional y operativa a la Unión Europea? Esta circunstancia de vulnerabilidad política nacional debe hacernos pensar no solo en Europa como un refugio o un fortín en tanto dure sino en la necesidad de difundir su relato y comprometernos con sus fines como lo son, como fines propios.
Aun con diferentes enfoques Europa ha sido para muchos españoles desde la Ilustración nuestro destino manifiesto, y es la más hermosa proeza de cooperación y paz que pugna por mantenerse frente a tantas amenazas fracturantes (rechazo a la inmigración, Brexit, reaparición política del nazismo, pulsiones separatistas en Cataluña, País Vasco, Córcega, Norte de Italia, populismos de extrema derecha en Francia, Polonia, Hungría; de extrema izquierda o pseudo izquierda de diferente intensidad en toda la Unión.
España está en peligro. La UE también. Y ambas necesitan respuestas confortadoras que tienen su fuente en el nivel más profundo de la racionalidad al tiempo que precisan de un cálido abrigo sentimental. Debemos afianzar un patriotismo europeo al tiempo que un patriotismo español que resultará inseparable, hipostático, del europeo. Si hacemos Europa, hacemos España. Si hacemos España en términos de profundización del Estado de Derecho y de la igualdad de oportunidades hacemos Europa. Patria Europa y Patria España resultan ligadas en su destino presente y futuro que me parece indisoluble porque no acierto a imaginar la existencia de España (y de otras naciones), si la Unión Europea fuera dinamitada. Nos resulta imprescindible no para construir un refugio, sino para mantener este mundo habitable.
ETICA ESTETICA Y CLARIVIDENCIA. EN BUENA FORMA.
totalmente de acuerdo Patricia. En buena forma si señor!
Amigo Fernando: de acuerdo con el contendió de tu artículo al que quisiera aportar algún comentario. Europa o la UE debería ser ya una realidad política, social, económica y jurídica. Es decir, un solo parlamento europeo, una sola jurisdicción, una sola moneda (ahí estamos) y un solo gobierno. ¿Porqué no se ha hecho ya? No le eches la culpa a Trump, sino a todo el «imperio» que prefería una Europa desunida y fragmentada a un bloque más importante que ellos (no te quiero decir si se incorporara Rusia que también es Europa). Trump lo que está haciendo es empezar a desmontar los tinglados de las «falsas banderas», más falsas aún «revoluciones» (Maidán en Ucrania, por ejemplo; Libia, Irak, Túnez, Egipto, Afganistán, etc. etc. ya que hay demasiados conflictos para enumerarlos todos) y «nacionalismos» (Yugoslavia y demás). En todo caso siempre encantado de saber de tí. Un abrazo.
Predicando con el ejemplo. Patriótico artículo. Enhorabuena