Nuevas leyes para nuevos tiempos

Por
— P U B L I C I D A D —

El Derecho es una de las construcciones principales de lo que llamamos civilización o formas de convivencia social. Desde los antiguos códigos sumerios hasta nuestros días, la Historia nos ha ido proporcionando diferentes códigos de leyes que, de una u otra forma, han regido la vida y destinos de los pueblos y culturas. En unos casos por imposición del poder, en otros —los menos— por acuerdos tácitos de los ciudadanos. En todos ellos, las leyes han ido cambiando y evolucionando de acuerdo con los intereses y criterios de los que detentaban poder.

El corpus jurídico producido a lo largo de los tiempos, ha servido de referencia muchas veces para la introducción de normas en las que basar la política y las administraciones públicas, así como las relaciones sociales. En unos casos se han mantenido por su vigencia y oportunidad a lo largo de los años, en otros se han modificado adaptándolas a los tiempos históricos que correspondían.

Por ello quisiera enfatizar aquí lo que quiero transmitir en el título de estas líneas. En los momentos de cambio político que vamos a vivir, no se trata de añadir más textos legales a los existentes, de cara a los nuevos tiempos, sino de revisar, ajustar y reducir lo vigente que, no sólo está condicionando nuestras libertades, sino que ha producido y produce una total inseguridad jurídica para todos los ciudadanos y, como consecuencia, grandes injusticias en su aplicación.

Si el Derecho es una construcción positiva del ser humano, la Justicia es su objetivo como anhelo universal. El Derecho es el medio para lograrlo, la Justicia el fin perseguido. No se puede concebir el uno sin la otra, aunque la Historia nos demuestre cómo, en la mayoría de las ocasiones, las leyes no buscan tal fin y es el poder de los más fuertes lo que impregna los textos legales.

En España, la Constitución surgida del cambio de régimen constituía el marco de convivencia con el que, provisionalmente, se salvaba una situación política delicada, que trataba de superar viejas rencillas históricas, construyendo unos nuevos cimientos, unas nuevas leyes, para un tiempo nuevo. El problema es que, los compromisos adquiridos provisionalmente, se fueron enquistando con la organización autonómica del Estado, hasta llegar al despropósito de que, una simple organización administrativa descentralizada, se convertía en una bomba de relojería (de efectos más o menos retardados) en el corazón de la nación española, al haberse permitido un sistema colegislativo autonómico que ha venido a competir y colisionar con el Parlamento Nacional. El Estado se ha ido fragmentando en territorios donde, echando mano de derechos históricos más o menos fundamentados, se ha pretendido echar un pulso territorial donde todos perdemos.

Fruto de todo ello es el que se haya debido crear un tribunal constitucional que se enfrente a remendar (como buenamente puede) los muchos dislates jurídicos que las asambleas legislativas o los gobiernos autonómicos en aras de su “legitimidad” estatutaria producen.
“La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento” es la frase artificial y falsa acuñada para que el ciudadano inerme se sienta siempre en inferioridad de condiciones ante el poder de la norma impuesta. Una ley que no es producto de las aspiraciones de una sociedad sino de una dictadura partidaria o parlamentaria, por muy representativa que sea, no puede considerarse justa pero, sobre todo, una ley que no nace del corazón de un pueblo y por tanto no se conoce, no puede cumplirse o puede vulnerarse en alguna forma. Sería un auténtico contrasentido y una aberración jurídica creer lo contrario.

Si se pregunta a cualquier ciudadano por su conocimiento de la maraña legislativa actual que afecta a su vida o a su legítima actividad personal o profesional, en su mayor parte negarán tal conocimiento pero, si se le pregunta a un profesional del Derecho, tanto en la esfera privada como institucional por la misma cuestión, quedaríamos sorprendidos ante las grandes lagunas existentes, no sólo en cuanto al dominio del tema, sino a sus variopintas y diversas interpretaciones jurisdiccionales. La inseguridad jurídica —y por ello la injusticia—, campearán sobre lo que debería ser una conquista de la civilización pero que, en la práctica, parece más una lacra sobre la libertad de las personas.

Luego están los tratados, los acuerdos supranacionales que, como en el caso de la Unión Europea, son producto de la concentración política. Un sistema ofensivo y defensivo al mismo tiempo ante la imposición de políticas hegemónicas de unos países sobre otros. La política de bloques (como puede ser la propia UE) buscaría en la práctica la alianza territorial con sus “iguales”, al mismo tiempo que la homologación política e institucional que llevaría a subordinar los intereses de las naciones que la forman, de una manera igualitaria, a los intereses comunes. Para ello sólo es necesario la existencia de una voluntad de los ciudadanos por converger en ese espacio común con un sólo órgano legislativo común (Parlamento Europeo), un sólo órgano ejecutivo común (Comisión), un sólo y común sistema fiscal, una moneda única y un sólo y común sistema jurisdiccional. Con ello sobran la mayor parte de los órganos regionales, provinciales o territoriales que vienen produciendo cientos y miles de normas con que justificar su existencia y coste para el ciudadano.

Los nuevos y cambiantes tiempos están exigiendo nuevas leyes y, en España como en otros muchos países, los ciudadanos quieren participar activamente en la redacción del nuevo marco legal. Ya no se conforman con lo que han conocido y han tomado conciencia de lo que es y significa su condición de “ciudadanos” o sujetos soberanos. Ya no se conforman con votar cada cuatro años sin posibilidad de revocar su voto, aceptando resignadamente cuantas obligaciones y deberes les impongan los “profesionales” de la política, en textos crípticos y farragosos que los condenen a la sumisión incondicional y a la injusticia. Ya no se conforman con creer lo que les dicen, sino que necesitan ver y comprobar para creer. La desconfianza es la mejor arma contra el poder y el control de los administradores debe ser superior al de los administrados.

Hacen falta nuevas leyes para nuevos tiempos como siempre se ha hecho. El mandato representativo para hacerlo, va a dar paso al mandato imperativo de lo que quieren los ciudadanos realmente: unos servidores públicos austeros, honestos y eficaces en un sistema real de control y equilibrio de poderes. Lo de menos son las ideologías que ya van quedando un tanto trasnochadas en la Historia, barridas en su incapacidad de adaptación a los tiempos nuevos. Lo más importante es la salvaguarda de las libertades de todos en sus legítimas aspiraciones de vida, y eso lleva indefectiblemente a claras y pocas leyes que cada ciudadano considere suyas.

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