La ideología del Estado

Un estado democrático no tiene ideología. Un estado totalitario sí la tiene y, además, la impone.

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— P U B L I C I D A D —

En el mundo de la geopolítica, suele decirse que los estados no tienen ideologías, tienen intereses. La prueba de ello son los acuerdos de EE.UU. con sus teóricos enemigos, cuando los intereses lo aconsejan.

Desde hace ya tiempo se viene planteando lo que Fernández de la Mora, llamó “crepúsculo de las ideologías”, refiriéndose naturalmente a aquellas consideradas históricas: capitalismo y socialismo o “derechas” e “izquierdas” (si la referencia procedía de la localización espacial en la Comuna de París en la Revolución Francesa).

A caballo de ambas surgió una tercera a la que, inmediatamente se identificó con el “centro”: la socialdemocracia, que asumiría tanto al capitalismo o libre mercado, como la responsabilidad social del mismo. Desde el punto de vista geopolítico, iba a ser la “ideología-colchón” europea entre la URSS y EE.UU. en la época de la guerra fría que seguiría a la 2ª Guerra Mundial. Poco a poco se impondría como sustitución del comunismo y del socialismo (ya desprestigiados y perdidos en el tiempo) para ser reconvertidos a la nueva religión al servicio del capitalismo. El dinero siempre manda.

En todo caso la estrategia incluía la aceptación de la democracia liberal como sistema político de base constituyente, aunque fuese necesario revestirla de legitimidad de representación política partidaria donde, desde el primer momento, sólo tenían capacidad real de existencia las formaciones de centro socialdemócrata liberal, siendo las demás meras comparsas. En los distintos países europeos el constituyente tendría ese tinte (en España: “un estado social y democrático de Derecho”. artº 1.º1 C.E.), lo que no impedía que se considerase el “pluralismo político” o la “igualdad” como valores del ordenamiento jurídico.

Nuevos tiempos trajeron a las costas europeas primero y al resto del mundo después, lo que supondría una revolución global a caballo de las tecnologías y de la comunicación, integradas en los patrones o modelos sociales que se establecían desde el otro lado del Atlántico. El detonante fue la desaparición de la URSS y la rendición de sus sistemas políticos al capitalismo mundial, en tanto que China, el gran coloso “maoísta”, surgía con fuerza en el tablero mundial con una mezcla de comunismo capitalista o de capitalismo comunista. Igual da para el caso de desarrollo expansivo mundial. El dinero venía también a sustituir cualquier veleidad ideológica bajo la forma de “estado de bienestar”.

De igual forma desaparecían las banderas, símbolos, creencias religiosas, costumbres y tradiciones, formas de vida, lenguas de comunicación, etc. etc. de las naciones. Los diferentes estados iban adoptando las impuestas por el dinero, los negocios y el supuesto bienestar, creando una uniformidad social cultural que llevaría inexorablemente a la uniformidad política, al pensamiento único.

Los nombres de los partidos cambiaron. Ya no defendían ideologías de uno u otro tipo, sino que se constituían en correas de transmisión de poderes ajenos a la política, pero usufructuarios de la misma a su conveniencia. Cualquier cosa podía convertirse en símbolo novedoso que nada decía y nada aportaba, pero permitía mantener el trampantojo de las democracias “liberales” (no sé por qué el adjetivo), donde todo se reducía a conseguir un determinado número de votos en un determinado momento, para ocupar el poder identificado con el gobierno, no con el derivado de una verdadera representación política directa: el legislativo.

Las teorías democráticas de separación, control y equilibrio de poderes delegados se resumían en la frase: “Montesquieu ha muerto…” de un inefable político español (cuya sinceridad hay que agradecer) cuando se produjo el asalto y ocupación partidaria de la soberanía nacional. La misma sinceridad con que se rompía con la antigualla del marxismo: “Hay que ser socialistas antes que marxistas” y se echaban a un lado a las viejas glorias y reliquias que ahora estorbaban para, entre otras cosas, declarar en las actas del congreso de Suresnes: “La autodeterminación de los pueblos de España” en 1974, con los apoyos económicos, políticos y financieros necesarios. Incluso aquellos que se suponía mantendrían la bandera del marxismo, sucumbieron al esplendor del dinero y del poder capitalista, como Podemos o sus “confluencias”.

Pero el proceso diseñado de hegemonías imperiales iba más lejos. Ya no eran necesarias las ideologías, había que crear nuevas religiones travestidas de activismo social y político para mantener una “izquierda” inexistente. Un nuevo santoral, unos nuevos creyentes, unas nuevas liturgias, unos nuevos iconos en los altares para adorar, un nuevo lenguaje para rezar, unos nuevos sacerdotes revestidos de polvo seráfico, cuya única misión (divina por supuesto) fuera la implantación, difusión e imposición de nuevas y distópicas doctrinas a unas sociedades que han renunciado a ser libres, para ser domesticadas hábilmente desde los medios de comunicación y desde el dinero que engrasa voluntades, pervierte conocimientos y es el “Monopoly” para quienes juegan en el verdadero tablero mundial de intereses económicos estratégicos.

Los estados no pueden tener ideologías opuestas a este diseño estratégico, ni tampoco tener intereses soberanos, porque sencillamente ya no parecen existir (y a los que intentan existir, les tachan de “iliberales” o “antidemocráticos”).

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