
Parece que según vamos avanzando en tecnología, ésta puede ponerse al servicio del mejor postor, sin dejar rastro ni responsabilidad personal de nadie. En todo caso, cuando las máquinas hablan (y reflejan lo que tienen programado), parece que los humanos deban acatarlo con actitud reverente sin posible discusión.
Se ha hablado y escrito mucho sobre la existencia de fraudes electorales en los países de democracias certificadas que, a su vez, envían observadores para controlar a los países no incluidos en dicho “ranking”. Incluso sobre las últimas españolas cruzó la sombra de los sistemas de recuento de votos utilizados. Las máquinas no son culpables, sino quienes las manipulan y programan.
En el caso de EE.UU., el torrente de manifestaciones contra Trump, así como todo lo sucedido alrededor del “Covid 19”, no parece que respondan a la razón o al sentido común. EE.UU. por primera vez, después de estar en situación de quiebra total, consigue remontar su economía, crea empleo, recupera industria deslocalizada y sobre todo evita los conflictos y guerras, promueve acuerdos y vuelve su mirada (como deberían hacer otros países) a la resolución de sus propios problemas,rompiendo así con los afanes imperialistas de sus predecesores y su fundamentalismo teológico-político.
Desde luego esa posición no iba a acarrearle muchas simpatías entre ese mundo “exquisito” universitario y elitista de la costa Este, acostumbrado a influir en otras presidencias de acuerdo con sus intereses entre fiesta y fiesta, con el mejor champagne, las mejores ostras y caviar, servidos por inmigrantes con posiciones sociales precarias y más precarios sueldos todavía. Una sociedad que todavía se considera superior al resto del mundo, ungida por una mano divina que les hace únicos, bien por la imposición de sus modelos de vida vía mediática, bien por la imposición de su fuerza militar de disuasión (todo ello ajeno a las gentes de esa América profunda del resto del país), capitaneados por conocidos apellidos y sagas familiares que se suman a la salvación del mundo.
Lo que tales personajes y gentes necesitan es alguien al frente de la nación, fácilmente influenciable y manejable. Un títere que, por sus circunstancias, haga de hombre o mujer de paja, de mascarón de proa donde rompa el oleaje, sin que a ellos les salpique ni una gota en caso de tormenta (en la película “Bienvenido Mr. Chance” se ilustra perfectamente cómo se prepara la sucesión, mientras se transporta el ataúd del anterior). Por eso odian a Trump, porque no se deja aconsejar, porque no los necesita, porque los conoce perfectamente y sabe de lo que pueden ser capaces. Ellos se consideran la omnipotencia mundial, se creen omniscientes desde sus cátedras, consejos de administración o intereses financieros. Son las elites de las elites y no pueden soportar que no se les respete, que no se les oiga o que no se los tenga en cuenta.
Por eso hacen ruido, tanto intelectual bien engrasado a través de comprar o simple alquiler de los medios de comunicación, como con subvenciones más o menos encubiertas a un buen número de personas y organizaciones que viven de eso: de poner los tambores de guerra al servicio del mejor postor. Según les conviene magnifican u ocultan cualquier suceso, siguiendo con los sistemas de propaganda que conocen tan bien y hacen de la desinformación una de las más importantes herramientas de control social. Por eso su retorcimiento mental contrasta con la franqueza contundente de un Trump con las ideas bien asentadas al servicio de los intereses de los americanos de verdad, pues tales intereses serán los suyos propios.
Son dos formas de entender la política diametralmente opuestas: las del mal llamado “globalismo” (debería llamarse “globocracia”) de intereses económicos y financieros de los ricos de siempre, frente al “localismo” de los intereses de todos y cada uno de los ciudadanos de EE.UU. cuya situación precaria de empleo, sanidad o formación no tiene más interés para los ricos que su potencialidad como mano de obra barata y mano de obra subvencionada para alborotar cuando convenga o para embarrar las calles con la violencia.
En el momento de escribir esto, cuando las campanas del sistema de propaganda ya consideraban “presidente electo” al Sr. BIden, haciendo de él una marioneta a su servicio. Cuando todos los voceros, palmeros y supuestos intelectuales mediáticos habían decidido que su “Mr Chance” era el elegido a pesar de las muchas irregularidades detectadas en el proceso electoral. Cuando el sistema judicial ha debido tomar cartas en el asunto por la contundencia de las denuncias de fraude que se van amontonando y ensombreciendo la artificiosa victoria del candidato Biden. Cuando, en definitiva, no se han cumplido los plazos y procedimientos establecidos para el conocimiento real de todo lo acontecido en varios estados, la balanza vuelve a una posición distinta y el Sr. Biden debe esperar -como es lógico- el resultadp final.
Unas elecciones bajo sospecha de fraude electoral o de intentos de fraude electoral, no parecen ser la mejor marca de prestigio para una sociedad que se autoconsidera superior a las demás. Lo más grave ha sido el posicionamiento bobalicón y sectario de algunos gobiernos europeos, incluida la propia UE, que corrieron a felicitar al supuesto ganador, sin respetar lo más mínimo el sistema complejo electoral americano. Lo más grave es cómo tales actitudes han reflejado la colonización mental y política de personas e instituciones públicas, cuando no las mediáticas tan ajenas a su razón de ser. Lo más grave es como desde la propaganda, la publicidad o los medios, algunos se arrogan la facultad de quitar o poner presidentes, orientar políticas de conveniencia de los ricos del mundo o establecer los dogmas e idearios más artificiosos en sociedades que previamente se han preparado para obedecer y no disentir ni cuestionar el nuevo fundamentalismo plutocrático teñido de supuesta “izquierda” o de falso “progreso”.
Aclarar todo ello no importa sólo a los republicanos, sino que debía importar mucho más a los demócratas para evitar la sombra de cualquier duda.