La jefatura del Estado

“El Rey es el Jefe del Estado...” (artº 56.1 C.E.)

La jefatura del Estado
Juan Laguna
Por
— P U B L I C I D A D —

En la estructura institucional del Estado, la Constitución de 1978 coloca la jefatura del mismo (en el Título “De la Corona”) en la figura del monarca, como “símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado Español en las relaciones internacionales… etc.”. Para ello le atribuye las diversas funciones que le corresponden en el artº 62 y continúan en el artº 63:

1.- El Rey acredita a los embajadores y otros representantes diplomáticos…

2.- Al Rey corresponde manifestar el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por medio de tratados, de conformidad con la Constitución y las leyes.

3.- Al Rey corresponde previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz.

En diversos foros académicos y jurídicos, de vez en cuando surge el debate sobre el papel asignado a la figura del monarca y el ejercicio real de sus competencias. Unos se limitan a considerarlo una figura protocolaria en manos del gobierno en función del artº 64.1: “Los actos del Rey serán refrendados por el presidente del gobierno y, en su caso, por los ministros competentes…” Tal refrendo lleva una responsabilidad: “De los actos del rey, serán responsables las personas que los refrenden. (artº 64.3)” (obviamente del gobierno), creyendo incluso que la sanción de las leyes es una obligación, cuando es una atribución.

En otros casos se considera que la Jefatura del Estado tiene asignadas unas responsabilidades específicas, más allá de los asuntos puramente protocolarios, que serían las que justifican su rango institucional, sus privilegios y su retribución como primer funcionario del Estado, separando las cuestiones dinásticas de las constitucionales y poniendo sobre sus hombros la capitanía de la nave ante las muchas borrascas institucionales que se producen en el Estado.

Conviene pues reflexionar abiertamente sobre la figura constitucional de la Jefatura del Estado, sin tabúes ni autocensuras, tal como la presenta nuestra Constitución de 1978.

En primer lugar en el texto constitucional se le encarga el arbitraje de las instituciones del Estado. Todas lo son, cada una con sus funciones específicas y todas, sin excepción sometidas a la soberanía nacional de la que “emanan los poderes (todos) del Estado” (artº 1.2 C.E.) representada en las Cortes Generales. También se le encarga la moderación “del funcionamiento regular (sujeto a norma) de las instituciones”. Es decir, debe intervenir, evitar e impedir que ninguna institución se arrogue algo que no le corresponde o interfiera en algo que pudiera dañar a la unidad y soberanía de la nación, exigiendo las oportunas y necesarias responsabilidades de acuerdo con las facultades de los artículos 62 y 63 de la Constitución Española.

Pues bien, la organización territorial del Estado ha venido sufriendo las consecuencias de las veleidades que los partidos políticos han llevado al texto constitucional, en función de los intereses de cada cual, llegando a impedir el uso de la lengua oficial del Estado (artº 3.1 C.E.) símbolo de unión entre los españoles, relegándola a un papel secundario otorgado por la “benevolencia” de los nacionalismos, donde llega a discutirse el porcentaje de castellano/español en el ámbito público. Lo mismo podía aplicarse a las “constituciones” o “estatutos” que en cada región se han aplicado, colocándolos por encima de la Carta Magna, como fuente de desigualdades contrarias a los “valores superiores del ordenamiento jurídico: libertad, justicia, igualdad y pluralismo político” (artº 1.1 de la C.E.). Lo mismo cabría en la supeditación de la soberanía nacional a normas que vulneran o conculcan derechos constitucionales fundamentales.

Hay que recordar que corresponde a la Jefatura del Estado (al Rey) “manifestar el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por medio de tratados, de acuerdo con la Constitución… (artº 63.2) y declarar la guerra o hacer la paz (artº 63.3). Es decir, es la Jefatura del Estado al asumir “la alta representación del Estado Español” (artº 56.1) quien debía representar a España en el ámbito de no sólo europeo sino internacional, sobre todo en los casos de grave importancia para los intereses españoles. Máxime cuando se oyen tambores de guerras y conflictos unidos a los mismos o cuando las decisiones tomadas en esos contextos internacionales pongan en peligro la paz.

Oswald Spengler, historiador y filósofo alemán en su obra “La decadencia de Occidente” decía: “hacia el año 2000 la civilización occidental, en estado de degeneración entrará en estado de extinción, lo que provocaría la aparición del cesarismo, (omnipotencia extraconstitucional y por tanto antidemocrática), de la rama del ejecutivo”. Evitar esa tentación, impedirla y moderarla, es tarea de la más alta institución del Estado.

Otra cosa diferente sería la “realeza” en función de la situación dinástica. Una cuestión que compete sólo al mundo familiar, como quedó mostrado en el desacuerdo del Conde de Barcelona con la sucesión en el trono de su hijo Juan Carlos I.

La restauración monárquica en España procede de la voluntad del anterior Jefe del Estado a través de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 6 de julio de 1947, sometida a referéndum y aprobada por el 93% de los votantes (un 82% del censo electoral) que define al Estado Español como “católico, social y representativo que, de acuerdo con la tradición se declara constituido en Reino”. Aunque la figura del rey no se refleja en el texto, sí se regulaba el mecanismo de sucesión en la Jefatura del Estado, Sólo a la muerte de Franco se proclamaba al entonces príncipe Juan Carlos como rey de España por las Cortes Generales en 1975. Sería la Constitución Española de 1978 la que ratificaría la función del rey como Jefe del Estado dependiente de la soberanía nacional.

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