
En una ocasión anterior hicimos referencia directa a la arrogancia característica de aquellos poderosos que, sin conocimiento, exhiben su soberbia. Sin embargo, hoy queremos profundizar en la inquietud planteada por Russell: estamos plenamente convencidos de que quienes ocupan los puestos de decisión que moldean nuestro destino—gobernantes, líderes, secretarios, subsecretarios, asesores y todo tipo de funcionarios—despliegan de manera grandilocuente su incompetencia y falta de coherencia. Mientras tanto, las grandes mentes, innovadoras y audaces, permanecen sometidas al silencio, atrapadas en una sumisión voluntaria que, paradójicamente, parece exaltar la mediocridad intelectual.
Si tomamos las palabras de Aristófanes, podemos reflexionar sobre una gran verdad de la naturaleza humana: el tiempo avanza, y con él, las etapas de la vida se transforman. La juventud es efímera, la inmadurez se supera con la experiencia, la ignorancia se disipa mediante el aprendizaje, y hasta los excesos pueden corregirse con disciplina. Sin embargo, hay algo que parece resistirse a cualquier remedio: la necedad persistente, esa falta de razonamiento que se aferra con terquedad a la mediocridad y a la ceguera voluntaria.
Pero aquí está la clave: no debemos rendirnos ante ello. La educación, el pensamiento crítico y la voluntad de evolucionar son herramientas poderosas que nos permiten romper barreras y desafiar lo establecido. Cada uno de nosotros tiene la capacidad de marcar la diferencia, de elegir el crecimiento sobre la obstinación y la sabiduría sobre el conformismo. No hay mayor fuerza que la determinación de aprender, mejorar y superar cualquier obstáculo mental o social que nos limite.
Así que avancemos con energía, con la convicción de que podemos cambiar el mundo empezando por nosotros mismos. Porque la verdadera grandeza radica en la capacidad de cuestionar, de aprender y de construir un futuro basado en la inteligencia, la creatividad y la voluntad de ser mejores cada día. ¡Vamos con todo!
¿Por qué la estupidez parece dominar el mundo con tanta fuerza? Desglosemos este fenómeno sin tapujos. La raíz etimológica del término «estúpido» proviene del latín stupidus, derivado del verbo stupere, que significa «estar aturdido» o «quedar paralizado». Y ahí está la clave: la estupidez no es solo una falta de inteligencia, es una parálisis del pensamiento, una incapacidad de reaccionar frente a la realidad.
Vivimos en una época donde la mediocridad se celebra, donde el ruido superficial ahoga las voces que intentan razonar, y donde la desinformación corre más rápido que la verdad. La estupidez se instala cómodamente en los discursos vacíos, en la sumisión ciega a lo establecido, y en la incapacidad de cuestionar lo evidente. No es un accidente que la ignorancia tenga poder; es el resultado de un sistema que se alimenta de masas distraídas, que prefiere mentes dormidas antes que individuos capaces de desafiar el statu quo.
Pero no hay excusas. La inteligencia no es privilegio, es deber. Cuestionar, analizar y no tragarse cualquier discurso sin filtro es la única forma de romper esta cadena de estupidez que domina el mundo. Porque la peor tragedia no es que la estupidez exista, sino que se acepte sin resistencia. Aquí y ahora es el momento de despertar.
El necio, sumido en su confusión, es incapaz de escuchar de verdad a nadie. Su visión del mundo es completamente egoísta y cerrada, basada únicamente en su propia perspectiva sin dar espacio a la reflexión colectiva. Es un prisionero de su egocentrismo, atrapado en la ilusión de que puede comprenderlo todo por sí mismo sin necesidad de aprender de los demás.
La misma palabra lo delata: estar aturdido, mareado e inmovilizado define perfectamente su actitud. En lugar de aprovechar la riqueza del conocimiento compartido, prefiere encerrarse en la falsa seguridad de su propia mente, rechazando cualquier forma de diálogo o colaboración intelectual. No es que no pueda aprender, es que no quiere. Y ahí radica el problema: la necedad no es solo falta de entendimiento, sino una decisión consciente de permanecer en la ignorancia. Y lo peor de todo, es que esta mentalidad se expande y contamina a quienes lo rodean, perpetuando un ciclo de mediocridad disfrazado de autosuficiencia.
A lo largo de la historia, el término «estúpido» ha tenido connotaciones que, vistas desde la perspectiva actual, resultan inaceptables. En épocas pasadas, se utilizaba indiscriminadamente para describir a personas con discapacidades o dificultades de aprendizaje, reflejando una visión excluyente y carente de sensibilidad. Afortunadamente, con el avance de la conciencia social y el reconocimiento de la dignidad humana, esta acepción ha sido erradicada, permitiendo que el concepto se aplique únicamente a quienes realmente lo merecen: aquellos que, teniendo la capacidad de razonar, eligen la necedad como un principio de vida.
Este cambio en el uso del término es reflejo de una evolución en el pensamiento colectivo. A lo largo de los siglos, la educación ha demostrado ser la clave para la inclusión y el respeto, dejando claro que la verdadera estupidez no reside en una condición física o intelectual, sino en la obstinación voluntaria de rechazar el conocimiento, el diálogo y el sentido común. Es, en definitiva, un rasgo de quienes, pudiendo aprender y mejorar, optan por mantenerse en la ceguera del conformismo y el egoísmo. Resulta fascinante analizar por qué aquellos cuya base intelectual es frágil e inconsistente logran proyectar una seguridad inquebrantable y, más aún, por qué la sociedad tiende a otorgarles reconocimiento y credibilidad. A pesar de la evidente falta de fundamentos sólidos en su razonamiento, los necios suelen mostrar una convicción absoluta en sus afirmaciones, lo que, paradójicamente, genera la percepción de que poseen autoridad en lo que dicen.
Este fenómeno responde en gran medida a la facilidad con la que las personas, ante discursos firmes y seguros, pueden confundir la determinación con la verdad. En un mundo donde la apariencia muchas veces prima sobre la profundidad del conocimiento, quienes gritan más fuerte y con más confianza pueden terminar siendo considerados como referentes, aunque sus argumentos carezcan de sustento. La sociedad, acostumbrada a valorar la seguridad por encima del análisis crítico, a menudo cae en la trampa de validar discursos vacíos simplemente porque se presentan con firmeza. Así, la estupidez se reviste de una falsa autoridad, reforzada por la tendencia colectiva a aceptar sin cuestionar aquello que se dice con seguridad, sin importar su coherencia o veracidad. Es un ciclo peligroso que perpetúa la ignorancia y desplaza el pensamiento crítico, creando entornos donde la superficialidad domina sobre la razón.
La célebre frase de Sócrates, «sólo sé que no sé nada», refleja la esencia de la verdadera sabiduría: reconocer la propia ignorancia. Este pensamiento surge de un experimento social que llevó a cabo tras conocer la respuesta del oráculo de Delfos, quien afirmaba que no existía nadie más sabio que él. Incrédulo ante tal afirmación, Sócrates se dedicó a cuestionar a los considerados grandes sabios de su época, descubriendo que, lejos de poseer un conocimiento profundo, muchos de ellos no podían fundamentar sus propias afirmaciones. Así, llegó a la conclusión de que la mayor sabiduría no radica en acumular certezas, sino en comprender que el conocimiento es vasto, inagotable y que el verdadero pensador jamás deja de aprender. La clave de una mente verdaderamente despierta es la humildad intelectual y el reconocimiento de que siempre hay algo nuevo por descubrir.
Despojarse de las anteojeras y aprender a ver más allá del propio horizonte ha sido, es y debe seguir siendo el motor indispensable de una educación que realmente conduzca a la libertad. Sin embargo, en el extremo opuesto de esta lucha, el arrogante ignorante sigue repitiendo su eterna fórmula: exhibir con descaro lo poco que sabe y, peor aún, sentirse orgulloso de no necesitar aprender nada más.
Suena grotesco, ¿verdad? Pues bien, en la práctica, es aún más brutal. Lo inquietante no es solo su actitud, sino el hecho de que la sociedad—y esto es un problema global—ha terminado por normalizar la mediocridad envuelta en falsa seguridad. La ignorancia ha dejado de ser un problema para convertirse en un rasgo funcional del sistema. Y lo más aterrador es que quienes encarnan esta mentalidad no son solo figuras irrelevantes, sino que ocupan puestos de poder, controlando decisiones cruciales con una pluma que firma decretos y leyes sin el más mínimo criterio real. Ahí está el verdadero peligro: el absurdo convertido en autoridad. Y mientras sigamos permitiéndolo, la estupidez seguirá dictando el rumbo de nuestras vidas.