
Nosotros les hemos dicho que su cultura no es cultura; que su organización social es deficiente; que no saben administrar sus recursos; que su mundo y su vida no tienen parangón con los nuestros y que el mundo occidental puede no solamente subvenir a sus necesidades, sino proporcionarles nuestro particular hedonismo y bienestar basado en la acumulación de dinero y riqueza.
Por eso vienen. Porque en lugar de hacerles comprender lo que ellos pueden hacer por sí mismos en sus países de origen, los preferimos incapaces, corruptos, domesticados y hasta inútiles. Eso nos facilita su dominio y hasta su explotación.
Bajo sus cielos, aún cubiertos de estrellas, sueñan con otros cielos donde las luces artificiales y engañosas de la publicidad enturbian e impiden contemplar la pureza de las noches en cualquiera de los continentes. En esos sueños se les aparecen ciudades míticas por cuyas calles corre el dinero en abundancia, cuyas casas contienen sofisticados aparatos tecnológicos y donde las instituciones públicas regalan subvenciones para mantener el tinte progresista.
Pero nadie les habla ni les cuenta las dificultades de sobrevivir en una jungla más hostil que las plácidas praderas africanas, que las limpias brisas del altiplano. Nadie les dice que tendrán que ponerse al servicio de una maquinaria burocrática y administrativa que les impedirá, en muchos casos, llevar adelante sus sueños de libertad, y de una sociedad que los convertirá en productores y consumidores clónicos.
Han dejado atrás sus costumbres y tradiciones, sus ritos y creencias, para asumir los que imperan en el mundo llamado civilizado. Vienen a trabajar tierras donde no tienen raíces, a habitar viviendas en forma de colmena comunitaria donde se les mirará con desconfianza porque, entre ellos, también llegan las lacras sociales nacidas de la miseria: la droga y la delincuencia. Son ciudadanos sin papeles en un mundo donde lo importante es el papel, donde la propia existencia de la persona se cuestiona si no había un certificado oficial que lo acredite.
Salvo excepciones, tampoco tienen un proyecto de vida que los convierta en ciudadanos del primer mundo. Se conforman con salir adelante cada día con lo que les depare el destino o la suerte. Aprovecharán las migajas de nuestros festines para sobrevivir e ir aprendiendo entre miedos y recelos, mientras poco a poco van insertándose en la cadena de nuestras propias miserias. Deambularán de un lado para otro buscando donde ganar ese dinero tan fácilmente soñado, pero tan difícilmente conseguido con el trabajo. En algunos casos, el choque será brutal porque los sueños se estrellarán contra el duro suelo de la realidad cotidiana y se convertirán en pícaros y delincuentes en manos de mafias organizadas que los explotan.
No hay un destino previsto en su camino. Lejos del soporte familiar y de sus paisanos, se sentirán perdidos y acosados en dura competición con otros grupos de diferentes procedencias: magrebíes, africanos, asiáticos, sudamericanos, europeos… Todos quieren su trozo de pastel occidental y lo disputarán a veces con violencia, dejando un reguero de sangre en sus cuentas pendientes. Pero no se dan cuenta de que el pastel es ficticio. Tan ficticio como los decorados de un teatro que esconden las realidades de las salas. Es un pastel que esconde ingredientes rancios entre su aparente belleza y amargos sinsabores para el que lo come. Sus estómagos no están preparados para ello y se sienten frustrados y decepcionados.
En ese mundo globalizado de consumidores diseñado por el maquiavelismo de las grandes multinacionales, sólo cabe la adaptación o el destierro, tal como pronosticó Orwell con lúcida clarividencia. Los seres asociales no son aquellos que agreden al cuerpo social. Son aquellos que se enfrentan al sistema y a su organización, para pretender llevar a cabo su propio desarrollo personal y vital. Vuelven a oírse las voces que señalan a los disidentes como estigmatizados. El nuevo nazismo se llama globalización y su ley es lo «políticamente correcto», difundida por los corifeos oficiales u oficiosos.
FOTO: Por Tim Mossholder | Unsplash