
Surgen infinidad de lamentaciones por una decisión del gobierno de coalición Sánchez-Iglesias que atenta contra nuestro idioma español. [Inciso: la coalición es personal y no de partidos porque el PSOE, según algún antiguo dirigente socialista, ha dejado de existir al convertirse en un aparato al servicio de Pedro Sánchez, y en cuanto a Unidas Podemos es un invento aprovechado por Pablo Iglesias, el más listo de los promotores. Su creación no alcanza a ser partido político ni su dueño lo desea, pues no es lo mismo contentar afiliados que pagan sus cuotas y militan en cada ciudad aspirando a su cuota de poder, que los pocos que van quedando de aquellos ¡300.000! inscritos, según dijeron sus promotores en una WEB abierta tras el 15-M hace nueve años. En realidad, la militancia política se ha reducido a mínimos en general. Si un lector está atento a las votaciones internas en los partidos podrá observar que ni ninguno alcanza a tener afiliados que representen al uno por ciento de los votantes respectivos.]
Pero a lo que vamos: La falta de límites en el actual mercadeo político ha movido al PSOE a pactar con los nacionalismos la supresión del castellano como “lengua vehicular” en la enseñanza. Es tal la miopía nacionalista, que celebrará con júbilo el veto a un idioma que lo hablan 585 millones de personas. Se trata de hacer posible la plurinacionalidad que Pablo vendió a Pedro, con inútiles quejas silenciosas del socialismo que tiene a Felipe González como ilustre jubilado sin influencia (no deja de ser curioso que en la primera potencia del mundo haya optado a la presidencia Biden, nacido en el mismo año que González, y en España se haya prejubilado a toda la clase política que participó en la Transición).
En realidad, la enmienda cocinada por la portavoz en el Congreso, Adriana Lastra, con el de portavoz de ERC, Gabriel Rufián y la ministra Isabel Celáa, es de una cortedad de miras que insulta a la inteligencia en un mundo que tiende a convertirse en aldea global. Tengo en mis recuerdos, de cuando ejercía funciones en el área empresarial de Recursos Humanos, que el directivo de una gran multinacional, con residencia en Barcelona, me manifestó su preocupación porque su hijo, a punto de ser universitario, tuviese poco dominio del español. «Veo —me decía— tales fallos ortográficos, que le impedirían superar una prueba de selección de personal» —como la que se estaba realizando para su empresa con mi colaboración.
Aquella inquietud no iba del todo descaminada ante la presión nacionalista y, sin embargo, el amor a la lengua vernácula sería perfectamente compatible con una actitud previsora respecto al futuro. Todos los españoles herederos de un legado que incluye todo lo catalán, lo vasco o lo gallego. El nacionalismo que viven aferrado a unos sentimientos excluyentes, niega a sus hijos que tengan por suyo un idioma que tiene matriculados en las universidades de China, y valga como ejemplo, cerca de cien mil estudiantes de español.
Es un cerrilismo que pone de manifiesto una incultura como la que Mariano José de Larra denunciaba con su humor ácido en la época más oscura de nuestra historia. Así lo escribía en El Pobrecito Hablador:
—Aprenda usted la lengua del país. Sepa usted la gramática.
—La gramática parda es la que yo necesito. Lo mismo da hablar de un modo que de otro.
—Es mejor que escriba usted la lengua española con corrección.
—Tonterías ¿Qué más da escribir vino con b o con v? ¿Es que por eso dejaría de ser vino?
Dense por enterados los nacionalistas que festejan como una victoria la supresión del español como lengua vehicular. Tal decisión solo muestra que su pretensión de centrar la enseñanza en su lengua vernácula priva a sus hijos de la herencia de un idioma universal que se habla en cuatro continentes.