
Es una exigencia de responsabilidad política recogida en el artº 113 de la Constitución Española por parte del Congreso de Diputados, que debe formalizarse por —al menos— la décima parte de los diputados de la cámara y forma parte del control parlamentario habitual al gobierno en situaciones de excepcionalidad.
Como es lógico responde directamente a la representación política de la soberanía nacional que de esta forma ejerce a su vez el debido control sobre sus representantes, aunque éstos procedan de listas cerradas partidarias que ejercen sobre ellos un mandato imperativo inconstitucional: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo” (artº 67.2 C.E.). Es pues la conciencia y la responsabilidad individual de cada diputado quien debe pronunciarse a favor o en contra de una moción de censura solo cuando se conozcan los términos, razones y justificación de la misma, no antes.
Pues bien, un determinado grupo parlamentario del Congreso ha decidido que existían razones suficientes para plantear esta herramienta parlamentaria, invitando a otros grupos y sobre todo a la conciencia, responsabilidad y autonomía de todos y cada uno de los diputados, a suscribirla en su inicio y a aprobarla o rechazarla cuando se diera a conocer en el Congreso, en base al sistema de representación inconstitucional (artº 14 de la C.E.) nacido de la llamada ley D’Hont.
El anuncio de dicha moción —como es lógico— ha suscitado las reacciones del resto de los partidos representados en el Congreso calificándola de las más variadas formas: desde “injustificada” (en el ámbito gubernamental) hasta “show” (en el ámbito de la supuesta oposición). Ambas posiciones precisan de una reflexión seria que las sitúe en el contexto adecuado.
En primer lugar veremos si hay justificación o no para dicha moción que implica —en su caso— un cambio de gobierno que frenase la deriva autocrática y totalitaria de la política en España, donde se han perdido las bases más elementales de derechos constitucionales con normas abiertamente contrarias a la Constitución Española, unido a la clara ocupación de poderes por parte de los partidos, fragmentación progresiva de la nación en un sistema autonómico devenido en clara rebelión inconstitucional con innumerables muestras de corrupción en su gestión que ocasiona cuantiosas pérdidas al Estado, mientras las libertades son cercenadas, se imponen pseudoreligiones ideológicas ajenas a la Ciencia (pero también al sentido común y al estado de Derecho), se impone un sistema clientelar de voto subvencionado y el Estado cae en situaciones de esclavitud económica para sus ciudadanos ante poderes ajenos e intereses particulares bastardos.
En segundo lugar resulta lógica la posición a la defensiva de quienes tienen la responsabilidad de la situación por formar parte de un gobierno de amplio espectro, cuya incapacidad manifiesta para coordinarse y corregir tal deriva antidemocrática, ha hecho posible que incluso sus compañeros de partido en ciertos alardes de honestidad política, hayan denunciado lo que viene ocurriendo en el gobierno de la nación. Denuncia que se produce de forma más o menos sutil en distintos ámbitos académicos, jurídicos, intelectuales y sociales y que parece no haber producido la menor reacción en quien tiene a su cargo la Jefatura del Estado (artº 56 de la C.E.) o las garantías constitucionales, a la vista de la impunidad con que se producen los hechos denunciados.
Por parte de la “supuesta” (que no es real) oposición parecen existir dos sensibilidades diferentes: la de quienes se llenan la boca de decir que “hay que echar a Sánchez” para luego declararse cercanas a él y “tender manos” que lo ayuden a superar sus aparentes dificultades y la de quienes en el mismo partido (el PP) entienden que sólo los hechos los definen y las palabras se las lleva el viento. El tacticismo y la estrategia electorales (equivocadas por cierto) ocupan el primer lugar para los primeros antes que el interés de la nación; para los segundos parece ser al revés. Si los actos del gobierno están provocando ruina y sufrimiento a los ciudadanos, lo suyo es derogarlos y actuar en sentido contrario. Si se viene denunciando su inconstitucionalidad, lo suyo es no resignarse a ella.
Y dejamos para el final la existencia de “poderes” extraconstitucionales pero con capacidad suficiente para influir y marcar políticas gubernamentales que, una vez tras otra, aparecen como los “telepredicadores” (“falsos profetas” dice la Biblia) para recordar los dogmas y religiones que sumisamente deben aceptar los pueblos del mundo. No están contemplados en ninguna de las constituciones, pero tienen el dinero y el poder necesarios para alquilar o comprar personajes e instituciones públicas y ponerlas a su servicio. O montar golpes de Estado para poner y quitar gobiernos. O crear la propaganda necesaria para adoctrinar y moldear (según Mao) las mentes. Muestra de todo ello es la preferencia servil que tienen sus indicaciones y recomendaciones en el mundo occidental (en el oriental es más difícil).
Ante todo ello quizás sea el momento de desenmascarar intereses espurios y corrupciones, para que la soberanía nacional “de la que emanan los poderes del Estado”, pueda ver y comprobar hasta qué punto está siendo carne de cañón de quienes se han apoderado de la misma con cualquier excusa y en cualquier momento, decidiendo desde la racionalidad y no desde la propaganda o el clientelismo de cualquier tipo.