“La naciones soberanas del pasado ya no pueden resolver los problemas del presente”, proclamaba Jean Monnet para justificar el nacimiento de su criatura: la unión de las naciones europeas, tras tantos siglos de luchar entre sí para dirimir sus diferencias y alzarse con la supremacía sobre las demás.
La que hoy está consagrada como Unión Europea cumple sus primeros 60 años aquejada de importantes dolencias. Sin embargo, será ella sola, con todos sus miembros, la que decidirá finalmente si quiere vivir más y en mejores condiciones o prefiere languidecer hasta desaparecer y permitir que la devoren sus demonios, propios y ajenos.
Es absolutamente algo inédito que algún miembro de este club quiera pedir la baja, pero así ha sucedido. El Reino Unido, además, no es un socio cualquiera, y sus razones para marcharse, por mucho que resulten incomprensibles a ojos de buena parte de los demás europeos, son plenamente respetables. Ya no es probable que los que se quedan se chupen el dedo y admitan que la ruptura será en un ambiente de aterciopelada concordia. El Brexit será duro, como corresponde a un país que ha sido grande y hegemónico en su historia y aún mantiene un prestigio incontestable.
Sería injusto no reconocer las aportaciones de Londres a la fortaleza y desarrollo de la Unión Europea, especialmente en el reforzamiento de sus valores democráticos, pero ello no obsta para que también quede en la memoria la ingente cantidad de trabas que los gobiernos británicos de todo signo, conservadores o laboristas, han puesto a la construcción europea.
A falta, pues, de que culminen las que se prevén larguísimas negociaciones para la desconexión de Gran Bretaña, los 27 miembros restantes habrán de decidirse por lo que quieren que sea la nueva Unión Europea. Las tentaciones populistas de desintegrarla siguen estando presentes, pero sus programas y su comportamiento ya no pillan al electorado desprevenido. Como en el caso de Donald Trump en Estados Unidos, muchas de las ideas que esgrimen los populistas de derechas suenan a música celestial entre votantes-contribuyentes muy baqueteados por la crisis, de forma que los partidos de gobierno, tradicionales o nuevos, tendrán que tenerlas muy en cuenta. O sea, habrán de prestar mucha atención a la construcción de la Europa social, muy zarandeada por los recortes.
Respecto de los populismos de izquierdas la inquietud ha de ser forzosamente menor. Hay muchos votantes europeos que saben perfectamente lo que fue el paraíso soviético, y por si fuera poco disponen del ejemplo práctico de adónde han conducido esos populismos en Venezuela o Argentina, e incluso en la muy europea Grecia.
Como ya se esbozara en el Libro Blanco del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, y en la minicumbre de Versalles (Francia, Alemania, Italia y España), Europa no puede perder el tren de la historia, y ese convoy no puede avanzar al ritmo que imponga el vagón más lento. En plata, se impondrá la Europa a dos o más velocidades. Por supuesto, los más débiles exigirán sin duda de los más fuertes –léase Alemania, sobre todo- generosidad en las ayudas para que no se retrasen. Pero, los más fuertes también estarán en su derecho de exigir a los perezosos un mayor esfuerzo por mantenerse en la carrera.
Seguridad y Defensa serán dos de los pilares básicos de esa nueva UE a 27. Constatado que la nueva Administración norteamericana no quiere seguir subvencionando ambos a los europeos, para que estos destinen esos fondos a disfrutar de un espléndido Estado de Bienestar (que algunos creen es un derecho eterno e inagotable), tocará reajustar presupuestos y comprobar que es uno mismo el primer encargado de defender y preservar la integridad de la propia casa. Frente al buenismo de los que creen que los atentados y las matanzas solo suceden lejos, el terrorismo yihadista ya se está encargando de recordar periódicamente que nadie está a salvo, y que Europa es un objetivo predilecto.
La cooperación reforzada en materias tan sensibles como estas, además de otras que atañen más directamente a la economía y las finanzas (los eurobonos, por ejemplo), hay también muchos campos en los que la nueva Europa puede y debe avanzar unida, desde la educación al empleo, pasando por la reindustrialización y los transportes. En este caso, los estados habrán de plantearse hasta dónde quieren llegar en la cesión de soberanía, ya que si aún siguen queriendo enseñorearse de su propia parcelita ese avance conjunto será imposible, o como mínimo lo suficientemente lento como para perder su eficacia en un entorno tan descarnado y competitivo como el de la globalización actual.
Sería mucho soñar todavía con que la Unión Europea deviniera en los Estados Unidos de Europa, una idea que aún preconiza el líder liberal de la Eurocámara, el belga Guy Verhofstadt. Pero, si esa meta queda muy lejos, la contraria, la de volver a la plena soberanía de los Estados es simplemente una quimera irrealizable. Todos y cada uno serían fagocitados por nuestra competencia y por los enemigos del exterior, que los tenemos, y muy poderosos.
Frente al derrotismo de los que dan por finiquitado el sueño europeo la UE puede afrontar esta nueva etapa de su historia con el orgullo de ser un auténtico y contrastado espacio de paz y de libertad; con una economía próspera y con 500 millones de personas que pueden volver a ser el espejo de valores en el que muchas otras sociedades, países y conglomerados regionales quieran mirarse. Hay mucho por hacer, mucho en lo que trabajar e infinitas ilusiones que alumbrar, tanto para los europeos de hoy como para los del inmediato futuro.