
«…. No quiero convertirme en cómplice de una situación que aborrezco y que es inaceptable»
Carlos Lesmes
Cuando el Poder Judicial está pasando por los muchos avatares que comporta el intento de politizarlo, conviene recordar que es, cuál es su función y extrema responsabilidad, con el apelativo que Tocqueville, en su obra “La democracia en América”, les aplica a las personas que se han dedicado al estudio de las leyes y su aplicación a lo largo de la Historia, sin otros objetivos que ir poco a poco perfeccionando el estado de Derecho que correspondía en cada momento. Un estado de Derecho que, en su sistema legal, se basa en forma primordial en la Constitución como base de la convivencia social.
Entre los poderes del Estado “emanados de la soberanía nacional” (artº 1.2 de la C.E.) el Poder Judicial es la última garantía del ciudadano frente a los muchos “desvíos” políticos, de las instituciones públicas y, por supuesto, del despótico sistema de mayorías, siempre influido por la propaganda política y el sistema clientelar partidario, donde los votos “se compran” (en forma vitalicia) con cargos públicos y subvenciones o se “alquilan” (temporalmente para las elecciones) con promesas que no se cumplirán.
El clásico reparto de poderes tiene sentido en cuanto se equilibran en el funcionamiento que corresponde a cada uno de ellos, con control autónomo e independiente. En el caso de los “legista” dice Tocqueville: “Los conocimientos especiales que los legistas adquieren estudiando la ley, les garantiza un rango aparte en la sociedad, forman una especie de clase privilegiada entre las inteligencias… son los maestros de una ciencia necesaria, cuyo conocimiento no está extendido y la costumbre de dirigir hacia una meta las pasiones ciegas de los litigantes, produce en ellos un cierto desprecio hacia el juicio de la multitud”.
Todo ello supone una grave responsabilidad social y política, pues queda en sus manos la administración de algo tan sutil e importante como la Justicia. Su independencia, imparcialidad y neutralidad, como la de cualquier servidor del Estado (no del gobierno) se acrecienta y agrava por las consecuencias de sus decisiones que pueden acarrear la tragedia o la desgracia para quienes les han otorgado tales poderes. Este privilegio necesita para su legitimación, lo mismo que precisa el resto de poderes públicos. El legislativo, la representación real de los ciudadanos (no de los partidos) en elecciones limpias con mandato directo. El ejecutivo, la sumisión que supone un poder delegado a tal representación política y a las leyes emanadas de la misma (sin trampas parlamentarias). El judicial, la aplicación e interpretación de las normas en cada uno de los casos, sin tener en cuenta (de ahí la venda en los ojos) quien es o qué es (artº 14 de la Constitución Española) el afectado.
La “tutela judicial efectiva para todas las personas” recogida en el artº 24 de nuestra Constitución, no consiste sólo en la asistencia letrada (convertida en “imposición” en lugar de “derecho”), sino en la garantía de imparcialidad de los que tienen la función de conocer e investigar con total y absoluta objetividad cada caso, antes de pronunciarse sobre el mismo desde la presunción de inocencia. Los “legistas” deben guardar sus ideologías, creencias, preferencias personales y hasta compromisos políticos, en la búsqueda de la verdad en cada procedimiento. Les va en ello la dignidad y legitimidad de su función social. Una dignidad y legitimidad que justifican los privilegios superiores de juzgar a los demás y que, en estos tiempos, se corre el riesgo de perder por las absurdas identificaciones políticas.
Un “legista” que pierde la condición de servidor público por su parcialidad ideológica o política, sólo le cabe dimitir. Un “legista” incapaz de resistir las presiones mediáticas o políticas, sólo le cabe dejar su función (tras denunciarlas). Un “legista” que aplica normas inconstitucionales o deja al margen a la propia Constitución para aplicar leyes que la violan, sabe que está realizando actos nulos.
No obstante, esa visión teórica e ideal del trabajo de los “legistas” que nos muestra Tocqueville en la democracia americana, empezó a tener más sombras que luces unos años más tarde, cuando el poder el dinero o la influencia social se impusieron para pervertir los sagrados principios del servicio público. Al ser EE.UU. la referencia directa de los sistemas democráticos, también lo es a la hora de la crítica de su funcionamiento. Son conocidos los casos históricos de “compra” de “legistas” como el juez George Gardner Barnard del Tribunal Supremo de Nueva York por Vanderbilt a finales del siglo XIX contraatacada por los industriales del ferrocarril Gould, Drew y Fisk con la compra de la legislatura de buena parte de “legistas” del mismo estado, por ejemplo. Más tarde estaba bien visto vanagloriarse de la compra de cargos públicos y, en los últimos años, estamos asistiendo en la lucha ante los tribunales del expresidente Trump. Es en EE.UU. donde se habla de las ideologías de los “legistas”, ajustadas al bipartidismo republicanos/demócratas, perdiendo la legitimidad de su independencia ideológica e imparcialidad institucional. Es desde EE.UU. desde se exporta la ideología al mundo de la Justicia adoptado ¡cómo no! por el resto del imperio.
Nuestra Constitución en su Título VI, artº 117.1, establece: “La Justicia emana del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley” (la Constitución ante todas las demás), pero en el mundo profesional del Derecho parece sabido que, en la práctica judicial, la Constitución es “papel mojado” (todo lo contrario, al sistema americano de referencia). Posiblemente si el respeto previo a la norma constitucional presidiera muchos procedimientos, el propio sistema judicial lo agradecería y nuestros “legistas” respirarían aliviados al ajustarse al mismo, dejando aparte cualquier consideración política, ideológica o partidista, lo que mejoraría la reputación pública del tercer poder del Estado.
“El pueblo, en la democracia, no desconfía en absoluto de los legistas porque sabe que su interés está en servir a su causa” dice Tocqueville y es lógico, porque sin el pueblo o de espaldas a sus intereses reales y su poder soberano, no tendría sentido su labor como “poder delegado”.