La deuda pública que no cesa

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— P U B L I C I D A D —

En términos simples todos entendemos que “endeudarse” es una forma de vivir de prestado. Es decir, una forma de aprovecharnos de algo cedido por los demás para nuestro propio beneficio, por incapacidad para obtenerlo directamente.

La riqueza de una nación procede del trabajo de sus gentes, de sus recursos naturales y de su organización social, política o administrativa. Tales rendimientos configuran lo que se conoce como Producto Interior Bruto o PIB. Cuando éste es alto sobre el número de ciudadanos sobre los que debe revertir, el Estado puede obtener unos impuestos con que sufragar los servicios públicos con más holgura presupuestaria que cuando el PIB es bajo y muestra la precariedad económica de sus habitantes.

Los distintos sistemas políticos nacidos del desarrollo de las naciones y los pueblos han hecho necesaria una mayor y progresiva mejora de los servicios prestados a los ciudadanos con la lógica contrapartida de exigir a éstos mayores impuestos en porcentajes proporcionales a su riqueza o a sus rentas. El equilibrio entre servicios recibidos e impuestos pagados, así como su redistribución en aras de la justicia, ha sido siempre motivo de polémica entre el derecho de propiedad y el derecho a su distribución en una confrontación ideológica permanente.

Ahora bien, cuando los ingresos se corresponden con los gastos y éstos no exceden a aquéllos, el Estado mantendrá una relación de estabilidad económica que repercute en el bienestar social, pero cuando el Estado, al igual que ocurre con las personas y entidades privadas, pretende gastar más de lo que puede ingresar o vivir más de prestado que de recursos propios, recurre a endeudarse con eso que conocemos como “deuda pública” y que no es más ni menos que la deuda contraída por el Estado en nombre de sus ciudadanos con los mercados financieros, para mantener una situación que no le correspondería en virtud de sus ingresos reales.

Cuando esto se produce, todos los ciudadanos y sus herederos se encuentran subrogados con dicha deuda, siendo responsables del pago de la misma en forma conjunta, junto a los intereses con que se hayan concedido los préstamos o, lo que es lo mismo, con que se haya adquirido la deuda pública por esos mercados.

Desde la antigüedad los pueblos han sido sometidos a cargas tributarias para mantener imperios, monarquías, gobiernos, aparatos administrativos y servicios públicos gestionados con mayor o menor eficacia. Desde la defensa exterior a la seguridad interior, desde las instituciones legislativas a las ejecutivas, los ciudadanos han aceptado de mejor o peor gana su contribución común al mantenimiento de quienes se responsabilizaban de los gobiernos. Nacían así los presupuestos públicos que no son otra cosa que el equilibrio razonable entre lo pagado a las haciendas públicas y los servicios obtenidos para mejorar la vida de las personas.

Nuestros presupuestos públicos actuales son una simple continuación del crecimiento no sólo de los servicios públicos, sino también del aumento exponencial de las personas que viven de ellos. Y son muchos los que lo hacen por vias o caminos diferentes. Desde la mayoría de las tan conocidas empresas del IBEX 35, como todo tipo de organizaciones sociales, laborales, empresariales, etc. al socaire del “interés público”. Los presupuestos públicos se constituyen así en el eje vertebrador de las economías y, quienes los manejan, tienen en sus manos de alguna forma también el poder económico. Cuando al poder político se le añade el económico, la perversión del sistema está servida porque uno y otro se confunden en sus interrelaciones. Pero, lo que es peor, tanto uno como otro trabajan en el corto plazo: esto es la rentabilización inmediata bien en votos, bien en beneficios. El futuro queda así hipotecado.

Ayer se disparaban de nuevo las alarmas: la deuda pública española había sobrepasado el billón de euros a pesar de las medidas de déficit, de los recortes en servicios públicos y las muchas reformas adoptadas por el gobierno del PP demostrando que las mismas eran y son insuficientes para cortar por lo sano la sangría del gasto público. Mientras se intenta exprimir más a los ciudadanos vía impuestos, las CC.AA. -salvo alguna excepción- siguen sin ser embridadas por el Gobierno de España con el que mantienen un pulso que se debía haber evitado. Tampoco se han pedido responsabilidades más allá de las políticas a quienes han contribuido al crecimiento imparable de la deuda porque ¿lo amparaba la ley?. Si la ley ampara el desafuero en las cuentas públicas pierde legitimidad (es injusta) al ser aplicada a los ciudadanos y éstos, -como ha ocurrido tantas veces en la historia-, tienen la legitimidad soberana de rechazarla.

Estamos ante una gravísima situación política que podría haberse evitado desde la mayoría electoral, aún a riesgo de las consabidas protestas. De ese pulso entre el Estado y los que se pretenden estados autonómicos o independientes han venido lodos arrastrados por el torrente reivindicativo de competencias, estatutos propios promovidos por quienes son (o debían ser) partes de ese Estado Español y, lo que es peor, miembros de los partidos gobernantes donde éstos se supeditan al poder ejecutivo. Unos cambios a tiempo en las “nomenklaturas” de gobiernos municipales, autonómicos o en el central podían haber impedido el pulso actual.

Todavía estamos a tiempo de aplicar el torniquete a esa sangría empezando por donde había que hacerlo desde el primer momento: la reforma radical del sistema de AA.PP. en España y su plena institucionalización y adelgazamiento. Se deben acabar los “inventos” pseudoadministrativos existentes con todo lo que ello supone de falta de control efectivo de gestión, gastos y sueldos. Se debe acabar los sistemas subvencionados como excrecencias de los servicios públicos reales. Se deben acabar las leyes y normas que se autoconceden los gobiernos para que sus actos sean “legales” por muy injustos que resulten. Se deben acabar las megaestructuras y microestructuras administrativas, legislativas o mercantiles (que de todo hay) en el sistema público. Se deben acabar (pero de verdad) las duplicidades administrativas que tratan de justificar la existencia del tinglado burocrático actual. Ya no se trata de ajustar la cifra de déficit, sino de requerir resultados de beneficios a las cuentas públicas y a quienes las administran.

Si para eso hay que tocar la Constitución, el pueblo es soberano para entender que no podemos vivir de lo que no tenemos y que, hasta que esta situación no cambie drásticamente, será imposible levantar cabeza por muchos momentos de aparente recuperación que tengamos. Vivir sin deuda, ajustarse a lo que de verdad y razonablemente puedan aportar los ciudadanos para el mantenimiento del Estado y, por favor, derogando de un plumazo la maraña legal que impide la seguridad jurídica para la convivencia de todos.

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